Relato: Zafiro

miércoles, 28 de junio de 2017

En mi patio, había un arbolote. Estaba tupido con flores de magnolia azul.
Llegó el Espíritu de los patios con árboles y dijo que las magnolias no son azules, pero el árbol insistió, y año con año se cundió con flores azules, de un azul tan profundo que parecían echas de zafiros.
Fue por eso que papá, al nacer yo, me puso por nombre Zafiro.
La realidad de aquellas flores azules llegó a mí cuando tenía tres o cuatro años, antes miraba mi entorno pero no lo analizaba. Ese día volteé a mirar al árbol saturado de flores y, entre ellas, miré una carita esplendorosa. El ramaje florido dejaba transparentar un faz de niña con seis o siete años de edad. Era mi vecina que asomada por el pretil de su azotea, miraba hacia mi patio. Se veía bonita con su blusa amarilla llena de holanes.
– Hola, Zafiro - me dijo con su menuda voz.
– Hola - contesté el saludo.
– ¿Quieres venir a mi casa? Jugaremos a los rompecabezas. Tengo muchos.
– ¿A los rompecabezas?
– ¿Has armado algún rompecabezas?
– No, ninguno. ¿Qué es eso de rompecabezas?

Salió mi mamá al patio y, quitándome la palabra, comenzó a hablar con la vecinita.

– Zafiro aún no arma rompecabezas. Ella sólo tiene resaques.
– Cuando era yo chiquita, también armaba resaques y ahora armo rompecabezas de trescientas piezas.
– ¡Felicidades!
– Quiero que venga Zafiro a jugar conmigo.
– Huuummm… Mejor ven tú. Iré a tocar tu puerta y le diré a tu mamá que te deje venir. Te ofrezco otro tipo de juguetes para armar y una buena limonada. ¿Quieres venir, Yolanda?

Toda esa tarde jugamos con el Tinker Toy de mi hermano. Armamos un gran molino, y tomamos galletitas de cereza con nieve de cereza también, que mi mamá preparó. Al rato, vino la mamá de Yolanda y se pusieron a platicar en la sala mientras, mi amiga y yo, jugábamos a las escondidillas en mi recámara.
Oímos que nos gritaban y fue entonces que estiré la mano para despedirme de Yolanda. Ella me jaló, me llevó junto a ella, me miró a los ojos y sentí algo raro, hermoso y travieso; eso que, ahora sé que se llama emoción.
Yolanda se fue. Se alejaron para vivir a otra ciudad pero todos los años, cuando las magnolias aparecían, yo iba al patio y miraba hacia arriba. Sabía que algún día vería la cara de Yolanda entre las flores. Fue por ese sentimiento, que una tarde el Espíritu llegó. Se puso ahí mismo donde la cara debería aparecer y no dijo nada, pero agitó un pañuelo amarillo tan elegante, como la blusa que Yolanda lucía esa tarde de nuestro primer juego. El Espíritu dejó caer el pañuelo que llegó, acariciado por el aire, hasta mis manos. Lo tengo guardado en el baulito de mis recuerdos.
A veces, me disfrazo de “Yolanda”. Me coloco una falda amarilla y una blusa llena de holanes que el viento agita como en un vuelo, y es así como me gusta que me miren las damitas que, a propósito, miro en el parque o en la cola del cine o en cualquier restaurante. Me gusta mirarme ante el espejo y saber que soy como Yolanda, la mujer más grata que he conocido y que busco, casi con desesperación, en la efigie de otra mujer.
Preparé un gran ramo de magnolias. Lo arreglé con listones y papel encerado. Le tejí un moño amarillo y percibí su grato aroma.
Me puse un vestido amarillo y los tacones más altos. Me maquillé tratando de parecerme a Yolanda… haciendo que los ojos se vieran grandes… pintando la boca con colores deslumbrantes y las mejillas resaltadas para que mi faz tenga la forma de un corazón. Revisé mis piernas, largas, ágiles, deslumbrantes, como corresponden a una gimnasta de veintidós abriles. Vi en el espejo mi silueta acinturada y mi prominente busto traslucido, porque la blusa es de gasa. Miré mi cadera, dura, que luce la falta entallada y convencida de que soy bella, salí de casa.
Ahí está. Ella no se llama Yolanda pero, cuando quiero saludarla o despedirme, me jala, me lleva hacia ella para mirarme de cerca y yo, me quedo muy descontrolada.
Me acerco a ella mirándola. Nos estamos abrazando mientras miro claramente cómo, el Espíritu de los patios arbolados sale del ramo de magnolias y me dice al oído “Tienes que besarla”.
MORALEJA: La expresión más bella del sentimiento, es el beso.
Escrito por Hina Finck

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