Relato "La fe escondida en tu mirada" (Capítulo 2)

martes, 17 de enero de 2017
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CAPÍTULO 2. EN ESTA VIDA SERÁS MI MUJER Y EN ESTA VIDA ME DARÁS UNA HIJA.

MARÍA

Mi corazón se iba a salir de mi pecho. Nunca pensé que podría recibir la noticia más grata de mi vida el mismo día que me enteré que la llama de mi existencia podría apagarse.

Mi tristeza se disipó, corrí, la abrecé con la ternura de siempre. Hilda era la mujer de mis sueños, era mía y ahora me daría un hijo, algo que planificamos y luchamos con tanto amor.

La besé y ya no pude contener mis lagrimas, simplemente era alegría y felicidad. Dios no me había desamparado, me mostraba que aún estaba ahí a mi lado. Comencé a ver a Hilda diferente. Miré su vientre, estaba igual, tan delgado y atlético, pero allí estaba nuestra Ligia Iveeth, así llamaríamos a nuestra hija.

Fugazmente, por un momento, volvió la realidad de mi estado de salud pero, la alegría de tener a la madre de mi hija en mis brazos, me llenó de esperanza y agradecí al Espíritu Santo por que el día en que yo faltara. Mi morena amada no estaría sola, quedaría con un pedacito de mi vida junto a ella, no todo era tristeza. Hilda me miraba.

- Aquí pasa algo más.- Me llevó al sofá y nos sentamos tomadas de las manos.
- Mi amor, lo que pasa es que hoy ha sido un día de sorpresas, unas gratas y otras no tanto, pero quiero que me prometas que la felicidad por nuestro embarazo no se terminará nunca.
- Te lo prometo.- respondió Hilda.- ¿Qué está pasando, mi vida?.
- Princesa, hoy recibí el diagnóstico de aquellos exámenes que me practiqué hace unas semanas. La noticia no es buena como la de nuestra Ligia. La verdad es... que padezco de cáncer de páncreas y necesitaré tratamiento para combatirlo.

Sentí como apretó mi mano, justo cuando vi sus ojos llorar. Aprecié como su corazón se estaba rompiendo. Enmudecida, Hilda no paraba de llorar, era tan fuerte que sus lágrimas corrían por su rosto pero ella no hacía ningún gesto. Cada lágrima dejaba una marca de sal que me hacia tragar amargo a mí.

Sabía que estaba desgarrada. Necesitaba que dijera algo, pero desde luego sabía que tardaría en asumir toda aquella tragedia. La abracé.

- Aún no me voy a morir. Así que vamos a celebrar la vida, porque en esta vida te conocí,  en esta vida serás mi mujer, y en esta vida me darás una hija.- La abracé y la besé como nunca antes la había besado. Quise darle todas mis fuerzas, todas mis energías.

Ella me correspondía el beso. Al inicio, con timidez pero luego con más pasión. Me tocaba, el rostro, los pechos, paseaba por mi cintura. Poco a poco fue metiendo sus manos en mi blusa y podía sentir sus dedos recorrer mi espalda para abrir mi sujetador y clavar sus uñas tal y como sabía que me enloquecía. En ese mismo instante, lancé un grito de placer y no soporté más ¡Tenía que poseerla allí mismo!
Quité toda su ropa con desespero. La ayudé a despejarme de la mía y, contra la pared de la habitación, la recorrí palmo a palmo. Comencé en su cuello, mis manos sujetaban las suyas por encima de la cabeza y besarla allí era mágico, donde la mezcla de olor natural y perfume eran uno solo. Poco a poco, bajé a sus senos, hermosos y suaves. Sus pezones, erectos de placer, me indicaban que disfrutaba de mis caricias y yo disfrutaba de sus gemidos. Solté sus manos y la volteé. Quería besar su espalda tan linda y delicada, morderla y degustar sus nalgas, su culo, que solo era mío. Mientras besaba su espalda, metí mis dedos en su intimidad y pude palpar lo que provocaba en ella.
Esa humedad única y mía, porque eso era ella, mía y yo era suya, hasta el último respiro sería de ella. Mis dedos se sentían tan bien dentro de ella que no me detuve en movimientos, mientras más rápido,  más gemía. Yo solo quería darle placer, su piel se tornó rosada, hermosa. Su respiración se agitaba y su sudor me decían que ya estaba a punto de estallar. Y así fue, estalló en mis dedos como nunca había ocurrido, sus piernas flaquearon. Comenzó a llorar. No sé si de placer o porque recordó nuestra platica. Yo solo la abracé, le susurré cuanto la amaba y que siempre la amaría. Como pude y, poco a poco, la llevé a la cama para continuar allí nuestra entrega.
Ella me miraba como un ciego miraría el mundo por primera vez. Mientras, tenía una gran cantidad de pruebas confirmando la presencia del cáncer de páncreas e intentando delimitar su extensión. Todo ello se apoderaba de mis semanas. 
Seis meses habían pasado. Ya el embarazo se hacía notar. Ambas íbamos a consulta, la niña crecía normalmente y yo trataba de estar bien para su nacimiento.
El desarrollo de mi enfermedad estaba en Estado III. Mi oncólogo me explicaba que el tumor se extendió fuera del páncreas, pero sin invadir el tronco celíaco ni los vasos sanguíneos.
Los síntomas y signos fueron aumentando rápidamente por el grado de mi enfermedad. Bajé de peso considerablemente. A pesar de que mi alimentación era fundamental para estar bien, sufrí de infrapeso y mis dolores lumbares me hacían disminuir poco a poco mis actividades  diarias.
Ya no éramos dos, ahora nos acompañaba una asistente, Beatriz, “Bea” le decíamos. Ella se encargaba de algunas funciones del hogar y de llevarme a las quimioterapias semanalmente al hospital oncológico de la ciudad.
En la sala de quimioterapias, se encontraban múltiples sillones negros, con todos los equipos médicos. Allí me recostaba mientras una cálida enfermera me tomaba la vía en mi brazo y pasaban el tratamiento, tal cual un suero vitamínico. Solo que al terminar sentía naúseas y mareos durante dos días. Los más difíciles de todos.
El día había llegado, todo estaba preparado. En su cuarto color blanco, estaban nuestros padres, Emilia y Jesús, los padres de Hilda, y  María y José, mis padres.  Elegimos un parto en agua, ya que mi amada tendría la libertad absoluta de movimiento y expresión. Además, podríamos estar acompañadas de nuestros seres queridos durante el trabajo de parto.
Yo era cómplice de sus adentros mientras nuestro ginecólogo y Bea garantizaban la total naturalidad del nacimiento.
Un sinfín de emociones invadió a Hilda al momento de ver a nuestra pequeña. Lloraba de ternura al ver a nuestra niña, tan hermosa y grande. La besaba y me miraba a mí, siempre tan callada. De pronto, al salir de la bañera, pidió que me acercara a ella.
- Me has regalado la vida, una vida perfecta, una vida de felicidad. Amor, te presento a tu hija, pesa 2.9 kilogramos y mide 49 centímetros. Tenías razón, María, esta vida es maravillosa únicamente porque estás conmigo. Ahora me toca a mí retribuirte tanto amor.
Meses atrás descubrí que necesitaba escribir, contar mi historia. Ya habían pasado 4 años de tratamientos, quimioterapias y radioterapias. Ha habido nuevos hallazgos y diagnósticos que implican más lucha. Hoy no puedo dormir... Escucho a mi chiquita hablar con su amada mamá y quisiera estar allí con ellas en nuestra cama. Pero necesito descansar...
Hilda y Bea trataban que la niña no dependiera tanto de mí, para preservar mis fuerzas y para que ella no resienta tanto mi situación.
Cuán difícil es vivir eso porque estaba todo el día en casa. Ligia vivía  jugando cerquita de mí. Situación que me llenaba más de vida.
Los días más terribles eran cuando la niña tenía fiebre, ya que no la podía proteger porque eso me podría hacer daño a mí. Las enfermedades normales de hija, hacían que me aislara en la habitación y, por minutos, pensaba entre lágrimas que la llama de mi vida estaba por terminar.
Una mañana mi pequeña Ligia llamó a “Bea” en vez de a mí. Fue muy triste aunque era lo que queríamos. Sentí como estaba entregando el amor de mi hija a mi asistente y amiga.
El cumpleaños número cinco de Ligia Iveeth lo celebramos en casa. Fue algo muy sencillo, con nuestros familiares. Yo a lo lejos, sentada en una silla, escuché como Ligia le hablaba a mi madre.
- Abuelita, no recuerdo a mi mamá con cabello, muéstrame una foto.

Mi madre me observó, se levantó y se dirigió hasta donde yo estaba. Quiso distraerme hablándome de mi padre y sus mujeres. Ese día sentí que la hora de partir estaba cerca.
Al día siguiente, la niña fue a mi habitación. Quería mostrarme sus nuevos regalos. Yo observaba un álbum de fotos y Ligia se me acercó.
- Mami, mami ¿Quién es esta mujer que está junto a mi mami Hilda? Es muy linda. Quiero ser como ella cuando sea grande.

Yo respiré, llorando hacia adentro, como ya había aprendido a llorar.
- Esa mujer que ves allí soy yo, hija.

Pensé en silencio “hija amada, algún día, te contaré que al ver esa foto contigo también sentí que quien aparece allí es otra persona”. La vida me cambió del día a la mañana.
Y ellas, mis mujeres, intentan procesarlo... A ratos llenas de rabia, a ratos tristes, y a ratos felices con el amor de todos en la familia, amigos y vecinos, que en la medida de sus posibilidades nos abrazan en estos momentos.

HILDA
Qué fácil es hacer una vida con ella, pero que difícil será hablarle al amor sin María. Llevo la sonrisa cortada hace años, el alma medio desprendida. Mi vida se ha convertido en la expresión máxima del amor, dividida entre un ángel que me enseñó a vivir, y que me ha regalado el don de ser madre, y mi hija. Creo que sin Ligia Iveeth no hubiese podido vivir esto. Con ella estoy flotando en mar abierto, es mi esperanza.
Paso mis días con las botas puestas, acompañando a mi mujer en la agonía que nos enseñó a vivir bien. No te creas, a veces, necesito sentir su pasión, sudarla como lo hacíamos en aquellos veranos donde nuestra piel se volvía una, y nuestras ropas estorbaban. Pero ahora está tan frágil que solo la amo con la mirada. Eso nutre mi alma, acaba mi sed y abriga mi corazón.
Hoy me vestí de negro, pero nuestros planes y proyecciones continuarán hasta que un día nos encontremos y volvamos a dibujar una vida.
“¡La vida nos cambió! Pero estoy segura que será para MÁS VIDA! ¡¡¡Así lo creo!!! ¡¡¡Solo es cuestión de tiempo, Fe y AMOR!!!”

Eso fue lo último que me dijo María antes de partir a los brazos del Señor.

Fin

Escrito por LaImposibleIvii

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